martes, 14 de septiembre de 2010

El paraíso de la estadística

El estado japonés ha perdido la pista a doscientos ochenta y cinco mil centenarios y también al dinero de sus pensiones. La longevidad de sus ancianos parece desvanecerse por efecto del fraude. De esos miles de jubilados, casi novecientos superaban los ciento cincuenta años, edad que para una tortuga puede ser algo normal, pero que en el caso de un ser humano resulta sospechosa. Está claro que el fraude no es una cuestión de latitudes, sino una conducta social que desborda fronteras políticas y culturales. En este sentido recuerdo un fraude de esta naturaleza en nuestro país, en esta España que siempre entierra a sus muertos, sea en cementerios o en cunetas. Una familia, antes de enterrar al abuelo, tuvo la precaución de amputarle un dedo y guardarlo en el congelador. Durante años el apéndice compartió espacio con las barritas de merluza y las pechugas de pollo. Durante todo ese tiempo se sirvieron del dedo cada vez que necesitaban firmar la autorización bancaria que les permitía retirar la pensión de la cuenta del finado. Lo que ya no recuerdo es si el engaño fue detectado porque sufrieron una interrupción del suministro eléctrico y el dedo se descongeló o porque los documentos desprendían de forma habitual un sospechoso olor a merluza que puso en alerta a los empleados del banco.

Si estas conductas ponen en evidencia que algunas personas tratan con mucha frivolidad y liberalidad los impuestos de todos (seguramente consideran estas estafas como retornos o desgravaciones de sus propios impuestos), no es menos cierto que las administraciones públicas y los gobiernos parecen dejarse seducir fácilmente por todos aquellos resultados estadísticos que puedan insuflar algo de ánimo a los ciudadanos. Así es posible que un país, o varios, destruyan treinta millones de empleos, pero las altas expectativas de vida demuestren no solo que la gente no se muere de hambre, sino que también es necesario reformar el sistema de pensiones, no vaya a ser que encima de no trabajar luego quieran cobrar. Estos gobiernos, organismos internacionales y demás charlatanes que pretenden hipnotizarnos mostrándonos fabulosos paraísos estadísticos o distraernos culpando a gitanos y musulmanes de todos nuestros males, deberían andarse con cuidado con lo que juegan, porque al final uno puede encontrarse un armario lleno de cadáveres centenarios, unos hornos rebosantes de ceniza o a treinta millones de desempleados, acompañados de sus familias, demasiado obcecados como para prestar atención a los números y a sus promesas.

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