domingo, 28 de marzo de 2010

2012 (Segunda parte)

Y me tropecé con uno de los grandes misterios de la Democracia: el porqué el voto femenino, cuando hay empate, automática e invariablemente se convierte en voto de calidad. Así que reflexionando sobre las imperfecciones de la democracia cuando se trata de escoger una película, me encontré viendo 2012, de ella prefiero no comentar nada. No me quedé dormido porque cuando el cine interpreta cómo una civilización se convierte en arqueología no sabe hacerlo en silencio. He de reconocer que quizá mi excesiva afición a la ciencia ficción me ha llevado a tomarme con demasiada frivolidad los posibles escenarios apocalípticos, sin embargo de éste salí con una extraña y desagradable sensación que solo tomó forma unos días después, cuando tumbado en la oscuridad, inmovilizado y aislado por la nieve, no me quedó mas remedio que recurrir al absurdo para combatir el frío y el aburrimiento.

Fue en ese momento cuando tomé esa importante decisión, si los profetas del desastre en esta ocasión estaban en lo cierto, no movería un solo dedo para intentar ponerme a salvo. No fue una decisión sencilla, ni la tomé porque sea una persona que se rinda con facilidad, sino más bien por el paisaje humano que podría quedar después del cataclismo. Imaginé que era testigo de cómo el piso que no tengo pagado (menos mal) se convertía en escombros, pero el edificio se desmoronaba sobre el coche que sí esta pagado (hay que joderse). Luego, haciendo frente a la furia de la naturaleza, logré ponerme a salvo saltando de grieta en grieta y haciendo surf sobre una ola de tres kilómetros mientras tarareaba a los Beach Boys, alcancé una playa en una costa renovada y desconocida, el resultado final de una tierra con las tripas descompuestas. Tras recorrer cientos de kilómetros (o varias decenas, no estoy seguro) buscando a otros supervivientes, tropezando a cada metro recorrido con los restos de nuestra civilización, en una bahía divisé un Arca de Noe ultramoderna y, al acercarme a la playa, vi a un grupo de gilipollas montando un picnic mientras esperaban que alguien les descargara el equipaje.

En ese momento reaccioné y supe que tenía que entrar en calor, el frío me había provocado alucinaciones y, la verdad, pese al arrojo del que soy capaz en mis fantasías, en la vida real soy bastante cómodo y no deseaba acabar con esa sonrisa que dicen que les queda a los muertos por congelación. Entonces, a tientas, logré alcanzar mi cama y mientras me dormía llegué a la conclusión de que los mayas y las sibilas romanas quizá sabían de que hablaban, pero toda esa gente empeñada en anunciarnos el fin del mundo, apelando a profecias, no tenían ni idea de lo que iba el asunto. Nuestras civilizaciones llevan milenios destruyéndose a sí mismas o destruyendo a otras, nuestra historia recoge cientos de pequeños fines del mundo y posiblemente ignora otros tantos. Sin embargo todos esos finales tienen los mismos supervivientes, los privilegiados, los que han guiado a esas civilizaciones a su final siempre acaban en alguna playa tomando el sol, mientras sus semejantes perecen engullidos por alguna erupción volcánica, una invasión o de simple inanición. Así que me dije que, puestos a morir, prefería hacerlo con mis iguales y que esos mal nacidos, que han convertido el planeta en un vertedero y condenan cada día con sus decisiones a millones de seres humanos a la miseria, si han de sobrevivir, que al menos carguen con sus maletas.

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