viernes, 12 de marzo de 2010

Miguel Delibes

Mi pataleta era tan infantil que no merecía respuesta. Pero su indiferencia se volvió contra mí: me hizo verme pequeño y ruin; sentirme incómodo dentro de mi piel. Solía sucederme a menudo; era una forma de expiación. Sin embargo el amor propio me impedía excusarme, aunque esta vez, en la sobremesa, tan pronto advertí que ella se había anudado un hilo blanco en el dedo meñique de la mano izquierda, se me aflojó la garganta, le tomé la mano y le pedí perdón.
No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales. Ensimismado en su tarea, uno cree, sobre todo si es artista, que los demás le deben acatamiento, se erige en ombligo del mundo y desestima la contribución ajena. Pero, un día adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. Tal vez las cosas no puedan ser de otra manera, pero resulta difícilmente tolerable. La imposibilidad de poder replantearte el pasado y rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. La vida sería más llevadera si dispusiéramos de una segunda oportunidad.

"Señora de rojo sobre fondo gris"

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