domingo, 15 de marzo de 2009

Bookcrossing

Una mañana de la pasada semana me crucé con un libro abandonado sobre el sillín de una moto. Me quedé mirándolo durante unos segundos tentado de cogerlo, finalmente desistí, me conozco lo suficiente para saber que en lo relativo a los libros aún no he superado la etapa de posesión. Sería incapaz de dejarlo de nuevo abandonado en la calle para que otra persona lo recuperara y lo leyera, aún no tengo esa grandeza de espíritu ni la fuerza suficiente para romper ese tipo de cadenas. Con los libros siempre me he mostrado egoísta y mezquinamente posesivo, algunos amigos pueden dar fe de ese mal hábito y mis estanterías lo confirmarían.

Durante un rato estuve pensando en el encuentro, si no tienes nada mejor que hacer mientras esperas en una cola puedes dedicarte a viajar al absurdo y preguntarte cuántas páginas sin leer se han quedado en el camino, cuántos nombres has dejado de conocer y cuántos has olvidado después de conocerlos. Recuerdas también aquellos cruces de carretera que ignoraste solo porque tus costumbres y hábitos te llevaban en otra dirección o te impedían ir más allá. Y como la culpabilidad y la nostalgia casi siempre van acompañadas, recordé una tarde de marzo en esa solitaria carretera que atraviesa la desierta Castilla. En una de las parada me encontré a un perro de pelo negro, estaba sentado y ella, era una hembra, se acercó con timidez y se tumbó a mi lado, se dejó acariciar la cabeza y durante un buen rato compartimos el silencio y seguramente también alguna de nuestras pérdidas.

Tuve que continuar el camino y cuando estaba ya sentado en la moto, se acercó y apoyó su cabeza en mi pierna, se la acaricié y entonces vi en su mirada no solo la tristeza que un perro siente cuando es abandonado, sino también la digna súplica de quien no se hace ilusiones pero necesita un tiempo más de compañía. Miré hacia adelante, que es hacia donde todos dirigimos la mirada cuando dejamos a uno de los nuestros atrás, como si en el futuro residiera la razón y la explicación de nuestros abandonos. Continué mi camino y por el retrovisor vi como se sentaba e inclinaba la cabeza. Los perros no lloran pensé, ya lo hacemos nosotros por ellos.

No quise volver a pensar en aquel perro abandonado en la carretera, pero hay cosas y miradas que siempre salen a nuestro encuentro y durante toda la semana siguiente no logré quitarme aquel animal de la cabeza. Así que el viernes hice uno de los viajes más absurdos que recuerdo y del cual pasarán más de mil años, muchos más y nunca me arrepentiré, pero esta vez utilicé el coche. Me detuve en el mismo lugar y durante un par de horas esperé que apareciera, pero no lo hizo. Regresé esa misma noche a casa y cuando llegué abrí una botella de Ribera del Duero, esa es la costumbre de algunos cobardes cuando recuperan el valor pero este ya es innecesario.

Una vez abandonada la cola ya había tomado una decisión, un libro si cabe en la maleta de una moto. Volví a su encuentro y me crucé con un hombre que se había bajado de su bicicleta y lo había recogido. Sentí alivio porque quiero pensar que ese fue también el final de aquel encuentro años atrás, alguien se detuvo y recogió a aquella perrita de mirada triste. Es curioso lo que da de sí un libro sin ni siquiera tocarlo, nunca entenderé porqué la gente no lee, ni tampoco porqué abandonan a sus perros

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