Las vacunas fueron seguramente uno de los grandes hitos de la medicina y como tales han permanecido en la memoria colectiva. Su descubrimiento y generalización supuso el fin de enfermedades como la viruela y la poliomielitis. Sin embargo, a diferencia de los virus y bacterias, las virtudes y la eficacia de las vacunas no son contagiosas y su merecida buena reputación no debería extenderse de forma automática a todas las vacunas, algunas de las cuales podrían ser un desastre médico, como el de la talidomida en los años sesenta. Lamentablemente es en particular ese prestigio acumulado, el principal instrumento publicitario utilizado por la industria farmacéutica para poner en el mercado vacunas de dudosa eficacia y cuestionable necesidad. La falta de ética de esa industria es repugnante, ya que la mayoría de las veces el objetivo comercial y la excusa terapéutica son bebés o niños, a los cuales exponen sin ningún escrúpulo a productos, que si bien en la mayoría de las ocasiones son tan inocuos como ineficaces e innecesarios, en algunos casos han resultado tener trágicas consecuencias para la salud y la vida de esos niños.
Habitualmente la excusa utilizada por los laboratorios para desarrollar una vacuna suele ser la alta mortalidad infantil provocada por un virus. Un caso emblemático de esta forma de actuar fue la vacuna contra la infección por un rotavirus que provoca entre el uno y el cuatro por ciento de las diarreas infantiles y en sí misma no reviste gravedad, salvo que el bebé no sea hidratado. De hecho, hasta los cinco años la mayoría de los niños han entrado en contacto con él y quedan inmunizados de por vida sin necesidad de vacunas. Esta es la realidad en los países desarrollados, en cambio, el panorama en el tercer mundo es otro. Según las farmacéuticas en estas naciones cada año mueren 600.000 niños por causa de este virus. Quizá una obviedad como la desnutrición y la falta de atención médica explicarían con más claridad y sencillez estas muertes. Pero como lo obvio nunca ha sido negocio, esta industria ignoró esos “pequeños” detalles y decidió producir una vacuna para “salvar” a esos miles de niños. Encomiable motivación, si no fuera porque el mercado final de la vacuna fue desde un principio los países donde el virus no suponía ningún problema sanitario y la vida de los niños no estaba en peligro, al menos hasta que la vacuna empezó a dispensarse entre los bebés. Pronto muchos sufrieron invaginación intestinal y algunos murieron. A día de hoy nadie ha dado una explicación sobre estas muertes y contra todo pronóstico aún hay laboratorios desarrollando nuevas vacunas contra ese rotavirus.
Las vacunas solo son la punta del iceberg de una realidad que desprende un inquietante tufo. La industria farmacéutica tiene un objetivo y no es solamente desarrollar medicamentos para mejorar nuestra salud o protegernos de enfermedades. Su finalidad manifestada de forma descarada es “medicalizar” al mayor número posible de personas, independientemente de si existen o no razones medicas para hacerlo. Actúan sin disimulos en sus intenciones y cuando algún científico o revista especializada tiene el atrevimiento de cuestionar las virtudes de sus productos, reaccionan amenazando con demandas millonarias y negándose sistemáticamente a hacer públicos los estudios propios que demuestran las “excelencias” de sus medicamentos. Esta deformidad ética y profesional de la industria no sería posible sin la complicidad y la concurrencia de otras instancias. Sin la existencia de médicos complacientes en sus recetas con los productos del laboratorio que los invitó a un congreso en un idílico paraíso. O la de ciertos políticos dispuestos a hacer obligatorias vacunas innecesarias e inútiles. Y este juego tan peligroso se alimenta de nuestros impuestos, al menos en aquellos países con sistemas sanitarios públicos, lo cual es todo un sarcasmo, porque debemos ser el único caso en la historia de la ciencia en el que los conejillos de indias costean los experimentos.
Habitualmente la excusa utilizada por los laboratorios para desarrollar una vacuna suele ser la alta mortalidad infantil provocada por un virus. Un caso emblemático de esta forma de actuar fue la vacuna contra la infección por un rotavirus que provoca entre el uno y el cuatro por ciento de las diarreas infantiles y en sí misma no reviste gravedad, salvo que el bebé no sea hidratado. De hecho, hasta los cinco años la mayoría de los niños han entrado en contacto con él y quedan inmunizados de por vida sin necesidad de vacunas. Esta es la realidad en los países desarrollados, en cambio, el panorama en el tercer mundo es otro. Según las farmacéuticas en estas naciones cada año mueren 600.000 niños por causa de este virus. Quizá una obviedad como la desnutrición y la falta de atención médica explicarían con más claridad y sencillez estas muertes. Pero como lo obvio nunca ha sido negocio, esta industria ignoró esos “pequeños” detalles y decidió producir una vacuna para “salvar” a esos miles de niños. Encomiable motivación, si no fuera porque el mercado final de la vacuna fue desde un principio los países donde el virus no suponía ningún problema sanitario y la vida de los niños no estaba en peligro, al menos hasta que la vacuna empezó a dispensarse entre los bebés. Pronto muchos sufrieron invaginación intestinal y algunos murieron. A día de hoy nadie ha dado una explicación sobre estas muertes y contra todo pronóstico aún hay laboratorios desarrollando nuevas vacunas contra ese rotavirus.
Las vacunas solo son la punta del iceberg de una realidad que desprende un inquietante tufo. La industria farmacéutica tiene un objetivo y no es solamente desarrollar medicamentos para mejorar nuestra salud o protegernos de enfermedades. Su finalidad manifestada de forma descarada es “medicalizar” al mayor número posible de personas, independientemente de si existen o no razones medicas para hacerlo. Actúan sin disimulos en sus intenciones y cuando algún científico o revista especializada tiene el atrevimiento de cuestionar las virtudes de sus productos, reaccionan amenazando con demandas millonarias y negándose sistemáticamente a hacer públicos los estudios propios que demuestran las “excelencias” de sus medicamentos. Esta deformidad ética y profesional de la industria no sería posible sin la complicidad y la concurrencia de otras instancias. Sin la existencia de médicos complacientes en sus recetas con los productos del laboratorio que los invitó a un congreso en un idílico paraíso. O la de ciertos políticos dispuestos a hacer obligatorias vacunas innecesarias e inútiles. Y este juego tan peligroso se alimenta de nuestros impuestos, al menos en aquellos países con sistemas sanitarios públicos, lo cual es todo un sarcasmo, porque debemos ser el único caso en la historia de la ciencia en el que los conejillos de indias costean los experimentos.
2 comentarios:
Este tema está muy de actualidad hoy en día por la famosa vacuna contra el virus del papiloma humano. Por un lado, no hay estudios que demuestren su fiabilidad para proteger del cáncer de cérvix y, por otro, tampoco hay estudios a lo largo del tiempo que demuestren su inocuidad ni se sabe si es suficiente con una única vez en la vida o si es necesaria una dosis de recuerdo. Pero, además, parece que su inclusión en el calendario de vacunación infantil costará a las arcas del Estado la friolera de 50 millones de euros anuales para proteger contra una enfermedad de muy baja incidencia en nuestro país y que sería detectable, simplemente, con citologías periódicas.
Como padre se te plantea la duda de qué hacer. La vacuna ha de ponerse antes de que la niña mantenga relaciones sexuales por primera vez. Se hablaba de ponerla entre los 9 y los 12 años (¿¿¿En qué mundo vivimos???) La comunidad valenciana la pone, de momento, a los 14 años. A los que tenemos hijas pocos años menores se nos acaba el tiempo para decidir y no obtenemos respuestas fiables a las preguntas que se nos plantean. No sabemos si vacunarlas y esperar que nunca se descubra que su efectividad es limitada y sus contraindicaciones muchas (o que aparezca una reacción adversa); o si arriesgarte no vacunándolas y jugándote su salud a una carta.
El tema es muy importante y la información muy poca.
En todas las acciones de la vida siempre hay que tener en cuenta la relación entre riesgo y beneficio, tanto de nuestras acciones como de nuestras omisiones. Y el tema de las vacunas no es una excepción.
Primero consideremos el riesgo real para una mujer española de contraer un cáncer de cuello de útero. Este riesgo, la verdad que no es muy alto, tan sólo ocho casos anuales por cada 100.000 habitantes. Esto traducido a cifras más fácilmente comprensibles se traduciría en que cada año se diagnostican 2.000 carcinomas, en todo el país. Ahora bien, una vez que alguien tiene este carcinoma ¿cúal es su evolución? La mayoría de las veces estos tumores afectados por papiloma revierten espontáneamente. Esto dejaría la cifra de mujeres en las que los tumores realmente se extienden fuera de los órganos genitales a menos de un millar y las muertes por esta causa a tan sólo unos pocos cientos al año. Estas cifras tan sólo hay que entenderlas como lo que son, macrocifras, ya que eso en ningún caso ha de hacernos perder el drama humano que hay incluso detrás de una sola muerte.
Segundo, ¿es el virus el único responsable del cáncer de cuello de útero?. Pues la verdad es que no. Otros factores como el consumo de excitantes como el café parece que reduce la incidencia, sin embargo relajantes como el tabaco parecen aumentarla. ¿No será que las mujeres que se sienten impelidas a fumar para relajarse y sobrellevar la vida acaban mostrando este estrés en sus úteros? Dejo esta cuestión en el aire, más tarde ya entenderéis por dónde voy.
Un dato que me parece interesante, para reflexionar, es que en primates el cáncer de cuello de útero aumenta en las hembras que ocupan un menor rango social, dentro del mismo grupo. Hembras que son montadas por los mismos machos, los supuestos portadores de estos maléficos virus, con lo cual parece que el macho con el que se copula no es del todo determinante. En humanos puede haber también una relación entre posición social y cáncer de cuello de útero. En países pobres estas tasas puede ser muy superiores, aunque el sistema médico siempre tiende a ponerse medallas que no son suyas y lo atribuye a la falta de asistencia sanitaria. Ahora bien, incluso en países con un potente sistema sanitario, como Suecia, las mujeres provenientes de África siguen teniendo hasta cinco veces más incidencia de este tipo de cáncer que las mujeres suecas. Es decir, el factor sistema sanitario no parece ser tan importante.
También es curioso que la tasa de divorcio a los 20 años sea de casi un 70 % superior en las mujeres a las que se les ha diagnosticado cáncer de cuello de útero. Esto podría reforzar la idea de que no somos tan diferentes de nuestros primos los monos, a los cuellos de útero de ambas hembras parece no sentarles demasiado bien no tener un trato prioritario por parte de sus machos.
En fin, con esto quiero decir que el virus no es el único factor que influye en la formación del cáncer de cuello de útero, y probablemente tampoco es el más determinante. Si realmente fuera así y teniendo en cuenta la presencia prácticamente ubicua en la población, todo el mundo tendría cáncer de cuello de útero y no sólo unos cuantos casos de cada 100.000 habitantes.
Ahora vayamos a los beneficios de la vacuna. En primer lugar los estudios de protección en ratones hay que ponerlos siempre entrecomillado, los modelos animales no son buenos modelos predictores de lo que pasa en humanos, especialmente cuando hablamos de cáncer. No hay más que rememorar los cientos de veces que sustancias que han sido altamente eficaces para atacar tumores en ratones han sido fracasos estrepitosos cuando han sido usados en humanos. En segundo lugar los estudios en humanos son demasiado reducidos en número de paciente estudiados y en tiempo como para que se pueda asegurar que es realmente efectiva. Las afirmaciones que se hacen sobre la capacidad de protección en el futuro son proyecciones hechas con modelos matemáticos y no datos reales, entre otras cosas porque no ha pasado el tiempo suficiente. Y en tercer lugar, algunos de los virus incluidos en alguna vacuna, como la variante 1 y 8, no podríamos considerarlos exactamente como virus oncogénicos. El peligro de incluir este tipo de virus es que su nicho, en este caso lo genitales de la mujer, puede ser sustituido por otro virus de mayor virulencia. Para entendernos, mientras la vagina está colonizada por enterobacterias normalmente no tenemos un crecimiento excesivo de cándidas.
Resumiendo, se está asustando a la población exagerando torticeramente los riesgos y para ello se proponen unas soluciones que no se ha probado que sean efectivas, ni que ataquen al problema real que produce el cáncer de cuello de útero y que se desconoce si podría llegar a producir problemas mayores que los que intenta solucionar. Por si fuera poco, el precio de la vacuna es desproporcionadamente alto, casi 500 € por persona. Creo que antes de seguir administrándola alegremente habría que sentarse a dialogar si realmente el coste riesgo-beneficio es aceptable.
Científico cabreado
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