En tiempos de crisis las medidas firmes y decididas son imprescindibles. Pero tan necesarias como estas, son las grandes dosis de fingimiento, las únicas realmente capaces de transmitir a inversores y ciudadanos tranquilidad. Especialmente en un mercado tan voluble como el financiero, sensible como ningún otro a los rumores, a la histeria, a los desfalcos y a las caídas de nivel cuando las cosas se complican excesivamente.
Una posible estrategia para transmitir seguridad a los clientes y ciudadanos es actuar como si no hubiera pasado nada. Mantener los viejos hábitos y costumbres, incluso cuando estos pueden ser interpretados de forma equivocada o dar pie a comentarios maliciosos. No todo el mundo es capaz de tragarse la vergüenza y continuar derrochando el dinero ajeno pese a los fracasos. No debemos precipitarnos en el juicio a los directivos de AIG, quienes después de ser testigos del duro trance de ver a su entidad intervenida, destinaron casi medio millón de dólares del contribuyente a reponerse en un hotel de la ansiedad y angustia provocada por ese luctuoso incidente. Como buenos profesionales superaron todos sus escrúpulos morales, todas sus dudas y sobreponiéndose a la vergüenza pública y a la más que segura incomprensión de los ciudadanos, optaron por tomar una decisión que acredita su valentía y gallardía: continuar con la fiesta como si nada hubiera ocurrido.
Era inevitable que voces poco conocedoras de ese mundillo donde a menudo los beneficios sólo son resultado de una desproporcionada mezcla de codicia, estupidez y despropósitos, reprobaran su conducta. Resultado de la indignación de esos ignorantes, estos ejecutivos quizá deban abandonar unas prácticas que al final hubieran repercutido de forma positiva en el bienestar de todos.
Para nuestra fortuna no son los únicos. Otros cientos de ejecutivos, quizá más discretos que sus colegas de AIG, continúan empeñando su buen nombre y nuestros impuestos en devolver al mercado la confianza con sus extravagantes e incomprendidos despilfarros.
Estos tipos, hay que reconocerlo, son gente dura, no sé si de carácter, mollera o cara. Debemos inclinarnos y alabar su indisumulado empecinamiento en demostrarnos que realmente nada serio ha ocurrido. Y no les falta razón, después de perder los ahorros de millones de personas, de poner en peligro las pensiones de otras tantas y de dejar al mundo al borde del colapso económico, aún conservan sus empleos y patrimonios, así que tan terrible no ha de ser el asunto.
Personalmente creo que debemos como ellos insistir y sumar más actores a la comedia. Ahora es el momento de que jueces y fiscales entren en escena y actúen como si tuvieran la intención de procesarlos, como si tuvieran la intención de darles la vuelta y sacudirlos hasta que no les quedaran ni monedas sueltas en los bolsillos. Es más, invito a los políticos, quienes gracias a nuestro dinero se han ganado el derecho a formar parte del reparto, que también intervengan en la representación. Que les cojan por el cuello,mientras les patean el culo y los saquen de sus despachos para ponerlos de patitas en la calle. Estoy seguro de que el patio de butacas aplaudirá rabiosamente cuando el telón caiga. Y después de esa catarsis, calificada por algunos de boba o mezquina, quizá no recuperemos la paz interior, pero al menos servirá para empezar a restablecer la confianza, no ya en los mercados financieros, pero sí en los políticos y funcionarios encargados, en nuestro nombre, de gestionar la crisis.
Una posible estrategia para transmitir seguridad a los clientes y ciudadanos es actuar como si no hubiera pasado nada. Mantener los viejos hábitos y costumbres, incluso cuando estos pueden ser interpretados de forma equivocada o dar pie a comentarios maliciosos. No todo el mundo es capaz de tragarse la vergüenza y continuar derrochando el dinero ajeno pese a los fracasos. No debemos precipitarnos en el juicio a los directivos de AIG, quienes después de ser testigos del duro trance de ver a su entidad intervenida, destinaron casi medio millón de dólares del contribuyente a reponerse en un hotel de la ansiedad y angustia provocada por ese luctuoso incidente. Como buenos profesionales superaron todos sus escrúpulos morales, todas sus dudas y sobreponiéndose a la vergüenza pública y a la más que segura incomprensión de los ciudadanos, optaron por tomar una decisión que acredita su valentía y gallardía: continuar con la fiesta como si nada hubiera ocurrido.
Era inevitable que voces poco conocedoras de ese mundillo donde a menudo los beneficios sólo son resultado de una desproporcionada mezcla de codicia, estupidez y despropósitos, reprobaran su conducta. Resultado de la indignación de esos ignorantes, estos ejecutivos quizá deban abandonar unas prácticas que al final hubieran repercutido de forma positiva en el bienestar de todos.
Para nuestra fortuna no son los únicos. Otros cientos de ejecutivos, quizá más discretos que sus colegas de AIG, continúan empeñando su buen nombre y nuestros impuestos en devolver al mercado la confianza con sus extravagantes e incomprendidos despilfarros.
Estos tipos, hay que reconocerlo, son gente dura, no sé si de carácter, mollera o cara. Debemos inclinarnos y alabar su indisumulado empecinamiento en demostrarnos que realmente nada serio ha ocurrido. Y no les falta razón, después de perder los ahorros de millones de personas, de poner en peligro las pensiones de otras tantas y de dejar al mundo al borde del colapso económico, aún conservan sus empleos y patrimonios, así que tan terrible no ha de ser el asunto.
Personalmente creo que debemos como ellos insistir y sumar más actores a la comedia. Ahora es el momento de que jueces y fiscales entren en escena y actúen como si tuvieran la intención de procesarlos, como si tuvieran la intención de darles la vuelta y sacudirlos hasta que no les quedaran ni monedas sueltas en los bolsillos. Es más, invito a los políticos, quienes gracias a nuestro dinero se han ganado el derecho a formar parte del reparto, que también intervengan en la representación. Que les cojan por el cuello,mientras les patean el culo y los saquen de sus despachos para ponerlos de patitas en la calle. Estoy seguro de que el patio de butacas aplaudirá rabiosamente cuando el telón caiga. Y después de esa catarsis, calificada por algunos de boba o mezquina, quizá no recuperemos la paz interior, pero al menos servirá para empezar a restablecer la confianza, no ya en los mercados financieros, pero sí en los políticos y funcionarios encargados, en nuestro nombre, de gestionar la crisis.
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